Buenos Aires /18

Agos Baldacci
17 min readJun 22, 2020

Esta debe ser la tercera o cuarta paja del día, pienso mirando el techo. Me suena el celular. Varias amistades me escribieron estos días para que diera noticias de mi. Estoy un poco desaparecida desde que volví. Me da paja tener que contar cómo estoy, cómo viví esta experiencia o cuando vuelvo. La insistencia se hace insoportable cuando siento el brip del celular una y otra vez. Más me gustaría responder un “perdón, estaba haciéndome una paja por eso no respondí”, pero la moral asedia mucho en estos tiempos.

Mientras prendo la pava eléctrica para hacerme un té, recuerdo que siempre que viene a Buenos Aires paré en hoteles. Todos muy parecidos al que estoy ahora. Una cama de dos plazas con sábanas blancas, acolchado camel, un baño con separadores de vidrio y jabón líquido. En algunas también había una cocinita y algunas tasas para merendar a la tarde.

La primera vez que volé a Buenos Aires fue al mes de que el italiano se había ido de Córdoba. Nunca había volado antes pero decidí, sin miedos, sacar el vuelo unos días antes de su última escala por Argentina. Quería verlo. Cuando se fue, la tristeza había sido muy grande. Tan grande que la noche antes que se fuera, la ansiedad fue insoportable. Busqué una campera de gamulan que había robado del placard de mi vieja y salí a barrio Observatorio en donde había un dealer con el que un par de veces había pegado. Él tipo me citó en un bar. En el escenario había un show de stand up que me parecía paupérrimo. La gente estaba sentada en mesas individuales redondas, cada una tenía una especie de lámpara de sal que generaba una atmósfera sensual y cálida. A ese clima lo interrumpió el pésimo show montado en el escenario. Yo era la única mujer que estaba sola en una mesa individual al costado del bar. Llamaba la atención y algunos daban la vuelta para mirarme. Habrán pensado que venía a buscar tipos para levantarme y llevarme a la cama o a pegar falopa. Mi intención era la última, pero no descartaba llevarme el combo completo. Al final de cuentas yo no quería despertar al día siguiente y hacerme cargo de todo lo que ya sabía.

Me salió mal. El dealer nunca llegó. Después me enteré que esa era una técnica conocida del bar, en la que el dealer te citaba ahí para pegar y jamás venías. En la espera estabas obligada a consumir algo para quedarte. Estaba furiosa, había caminado de noche, casi madrugada, a grados bajo cero, y encima había sido engañada. Pensé que en casa tenía algunos gramos de un paragua hediondo, pero que por lo menos iba a sacarme la cara y el mal momento.

Llegué a casa, puse música y armé un fino.

A la mañana siguiente escuché los golpes de la puerta. Me levanté, había dormido desnuda. Agarré el acolchado que estaba tirado en el suelo, señal de un mal sueño, y fui a abrir la puerta. Nos abrazamos muy fuerte. No podiamos decirnos absolutamente nada. Ambos enmudecimos. Nos mirabamos buscando contención, pero estabamos rotos. Me dejó un libro y se fue.

En la tapa del libro estaba escrita una carta con lapiz y una letra de adolescente poco esforzada. Decía:

Cuando leí este libro una ola de emoción me arrastró. Tenía 16 años y todavía no sabía que era hacer el amor, pero me di cuenta que era algo de grande. Quería regalarte un libro de política, pero creo que es aún mejor porque, al final, creer en el amor y disfrutar del sexl es una decisión política.

Estos días que pasamos juntos fueron hermosos, comenzamos a jugar que eramos novios, y al menos, yo creo que al final lo creí. Te dije que si te hubiera conocido a los 16 años me hubiera puesto de novio con vos, te lo vuelvo a decir.

No sé adonde habría terminado nuestra historia si tuviéramos más tiempo. Lo único que sé es que se habría convertido en algo grande, tan grande que no puedo imaginarlo.

Nos encontraremos de nuevo, mi novia, ojalá que sea en Cuba, sino en cualquier lugar del mundo. Gracias por todos los “cuchame” que me gritaste, gracias por abrirme tu corazón.

Siempre te llevaré conmigo, siempre. Y dejo con vos un poquito de mi, para recogerlo la próxima vez que nos veamos.

De aquel primer viaje a Buenos Aires recuerdo mucho la vuelta. Cuando estábamos por aterrizar en el avión nos comunicaron que hacían cuatro grados. Yo no había cargado mucho abrigo. Incluso en Buenos Aires hace muchísimo más frío que Córdoba y como era la primera vez que viajaba a la capital, desconocía eso por completo.

En el viaje compartía asiento con una madre y un niño. Nunca entendí por qué yo estaba sentada en medio de ellos dos. ¿Qué fue lo que me llevó a tomar tan mala decisión? El niño era simpático pero muy inquieto y yo únicamente quería llorar. Tenía un llanto atravesado en la garganta, y los ojos me ardían de tanto aguantar las lágrimas. No podía llorar frente a un niño. Tampoco quería que él estuviera ahí. Me animaba saber que no eran muchos los minutos que pasaría en ese vuelo y que al llegar a casa podía armar un mate, llorar desconsoladamente e irme a dormir.

Para mi desgracia, cuando llegué e intenté prender la luz, me topé con la noticia de que me habían cortado el servicio por falta de pago. La plata que yo había juntado ese mes para pagar la deuda que tenía de luz, la usé para pagarme ese vuelo a Buenos Aires. Dejé entonces mi valija y me tiré al sillón. La computadora estaba sin batería y en mi celular no quedaba mucha carga. Era un claro mensaje de que no podía quedarme en casa. Llamé a un amigo que por entonces vivía a unas cuadras de mi casa para pedirle que me alojara unos días. Los de Epec siempre se toma sus buenos tiempos para recomponer el servicio. Mi amigo me dijo que no estaba en su casa, que estaba en otra dirección en una reunión de militancia. Junté un poco de plata que me había dado el italiano antes de volver a Córdoba, compré en la vinoteca que estaba en la vereda de enfrente un wisky y un vino. Y me llevé la computadora para cargar su batería y ponerme a escribir.

Había tomado la decisión de tomar ese vuelo unas horas antes. Yo tenía los pasajes de ida y vuelta, pero aún no había tomado la decisión de verlo. Había pensado innumerables veces la situación desde aquel viernes que por la puerta de mi casa se despidió. Había imaginado una tras otra noche qué haría el día que lo volviera a ver, pero nunca eran más que un par de segundos de imaginación porque la imposibilidad de sostener ese escenas imaginadas me rompía entera. Esa mañana me desperté muy temprano, no había podido dormir en toda la noche y me dolía muchísimo el corazón. Había escrito en cada página de mi vieja agenda todos los datos que no tenía que olvidar.

  • Vuelo: 9: 00 horas.
  • Realizar web check in desde 48 horas antes del vuelo.
  • Número de vuelo: 891
  • Número de reserva;
  • Cheek: 8:00 horas
  • Embargue: 8:15 horas
  • Subir al avión …

Sentía mucha angustia porque durante ese último tiempo había intentado poner parches al corazón, salir a caminar por las calles cordobesas, coordinar citas para sentirme menos sola. También compraba velas y decoraciones para la casa, a veces ropa y, despúes de mucho tiempo, estaba pintándome la boca.

Cuando llegué a Aeroparque el frío estaba insoportable. Bajé del avión, no llevaba conmigo más que un bolsito pequeño y una cartera, así que fui directo a la salida. En un momento desaceleré el paso. Un fuerte cansancio me sentó. Respiré hondo y entonces me metí entre la gente, algunos que había reconocido en el viaje, los seguí y me encontré con una puerta de vidrio y al italiano inquieto jugando con unas flores en la mano y mirándome fijo. Corrió hacia mí, pasó el vidrio y me besó fuerte. Sus lagrimas se corrían sobre mi boca y nos abrazabamos con mucho amor. Me regaló las flores que tenía en las manos y yo los aros que llevaba puestos.

Las palabras otra vez estaban ausentes. Me costaba expresarme en ese momento. Todo me parecía muy fuerte. Le dije que nos fuéramos a la habitación del hotel. La idea de conocer las calles de Palermo junto a él, me entusiasmaba mucho más que la idea de coger. Fuimos a la costanera, nos quedamos mirando un ratito el Río de la Plata y tarareandonos canciones. Le dije que venía a decirle que lo amaba y que quería que nos fuéramos juntos a vivir a orillas del Río Paraná, o a las sierras, o en cualquier lugar del planeta, pero que por favor no se fuera. Me estaba doliendo el corazón.

  • Dulce … nos tenemos que soltar. Es por un tiempito nada más, me dijo en un español difícil de entender y no quise escucharlo más.

Nos fuimos al hotel. Cuando llegamos nuestra habitación aún no estaba lista pero nos dejaban dejar las valijas para pasear por las calles hasta la siesta. Estábamos en un lujoso hotel de la calle Fitz Roy, y a unas cuadras encontramos un acogedor restaurante que se llamaba La Pascana. Nos fuimos al ladito de la ventana para que el calor de la siesta nos tostara las caras. Pedimos un vino, y unos sorrentinos. Al vino lo tomé con apuro y un poco mal me calló. Cuando nos dimos cuenta estábamos un poco borrachos y yo intentaba decirle que si él no se quedaba, motivo por el cual había decidido volver, yo le iba a pedir que me olvidara. No pude y las palabras me costaron aún más. Nunca fui buena para las despedidas, me hago la fuerte, la que con determinación cierra las puertas, pero por dentro me doy cuenta que lo hago únicamente porque quiero una respuesta contraria. Fui hasta el baño, me pinté los labios de un color morado para disimular el color del vino impregnado en la boca y cuando fui a nuestra mesa le hice señal de que nos retiraramos del lugar.

En el camino me frenó el tranco. Miré a sus ojos y me guió la mirada inmediatamente hacia nuestros pies. Una placa sobre la vereda de Palermo Soho homenajeaba los nombres de Monica y Marco, ambos militantes de Montoneros del año setenta y tres. Eran desaparecidos y ella estaba embarazada en el momento de su secuestro. Al lado había un bar de reviente que ponía fuerte los versos de No bombardeen Buenos Aires de Charly Garcia. Un aire frío y húmedo penetraba nuestras narices. Lo miré y su rostro parecía iluminarse aún más con el contraste de sus ojos verdes. Yo le besaba las orillas de su cara con suaves golpecitos de labios y le apretaba fuerte las manos. Tanto para mí como para él, fue un momento especial.

Llegamos al hotel. Estaba cansada, pero quería acostarme con él y hacerle el amor hasta tarde. Agarrados de la mano, subimos valijas y bolsos por el ascensor. Me dijo en ese momento que quería cogerme y que no soportaba esperar hasta abrir la puerta. Frenamos el ascensor. Me dijo al oído que deseaba chuparme la concha como si fuese lo único para lo que vino a la vida. Agarró mis manos, sacó los cordones de sus zapatillas y me ató a la baranda del ascensor. Abrió con la boca cada botón de mi blazer mientras exhalaba bocanadas de aire caliente en mi panza. Metió sus dedos en mi boca y fue acariciándome cada una de mis costillas. Como sofocado de excitación y con un gesto de violenta ansiedad se desabrochó el cinto, lo arrancó de su pantalón y sentí como su cálida pelvis se acercaba hacia mi. Empezó a cogerme suave. Apreté un poquito las piernas para que se excitara más y empezamos a gemir fuertemente. Yo prestaba importante atención a la punta de su verga, como entraba y salía cada vez más húmeda. Le pedí que me pegara suave en la cola y después que me diera con el cinto. No quiso pegarme. Yo me moría de deseo de que me dejara sus huellas marcadas. Quería en los días siguientes encontrarme en el espejo acariciando las heridas y llagas de ese último polvo. Pero él no aceptó. Y quedamos cogiendo, yo parada y atada de manos en la baranda del ascensor. El parado de frente, retorciéndose como una pitón, sacudiéndose en todas las direcciones como si a los costados lo estuvieran quemando o golpeando. Los espejos del ascensor estaban completamente empañados. Apenas nos reflejamos en los espejos. Parecía que estábamos en un sauna. Mojados, completamente calientes, transpirados desde la cabeza a los pies, la respiración acelerada y un montón de te amos que habíamos soltado con total libertad. Comenzó a meterme pijazos tras pijazos hasta que no aguanté más y empecé a acabar sin parar. Nunca había tenido un orgasmo. Me largué a llorar.

Cuando habíamos emprendido el trabajo de intentar ponerle palabras a todo lo que nos pasaba, de consensuar en el diálogo cómo y de qué manera continuariamos, nos interrumpieron sus amigos que sabían que era su última noche en Argentina y que habían viajado para verlo. Me embolé tantísimo ese día que me metí a la ducha para que se pasara el enojo. Al salir, se echó sobre mí. Me miraba a los ojos y me decía que era hermosa. Me temblaban las manos. Junté coraje, le acaricié los ojos, las cejas, las mejillas y le humedecí con besos sus orejas. Al rato le susurré que no estaba dispuesta a despedirlo así. Había imaginado que esa noche, nuestra última noche la juntos.

Me sentía muy inmadura para sostener una situación emocionalmente tan dura, me enojaba en cada diálogo que teníamos, y asumía una actitud de capricho todo el tiempo. Es cierto que muchas veces, creo también que en este libro, dije que el sexo no tiene nada de reparador. Sin embargo, quería convencerme de que si.

Antes de vernos con sus amistades nos hicimos de nuevo el amor. Mientras veía como contorsionaba su espalda metiendome profundamente su pija, le hacía un montón de preguntas y le pedía otras tantas respuestas.

  • Decime que te caliento yo, le planteaba mientras me tumbaba boca arriba y me sentaba sobre su pija.
  • Decime que me amas, le pedía mientras levantaba las caderas y caía con elegancia sobre su verga.

Le apretaba con mis rodillas sus costados y le galopeaba suavemente hasta que empecé a sentir que me dolía.

  • No quiero si te hace daño, me dijo. Pero no le hice caso.

Me dolía un poquito pero me sentía imposible de conciliar con toda la violencia que tenía encima. Saltaba sobre su pija enérgicamente. Estaba enojada, llena de rabia.

  • ¿Te duele? reiteró.

Y entonces un llanto poderoso volvió y me inmovilizó completamente.

En la habitación sonaba un disco de Virus, el mismo con el que le había despedido de casa la última noche pensé que así sería. Le confesé que durante esos veintiún días, desde su despedida, no había hecho más que morir de amor. Qué había guardado en el drive y despúes borrado cada una de las fotos que me había enviado en su viaje por Chile, una de sus primeras paradas antes de volver a Roma. Le confesé además que le había adjudicado un montón de seudónimos para nombrarlo porque ya ni eso podía, también que quemé su ropa en una olla una noche de insomnio y me había cogido con todo Córdoba para quitarme de encima su olor.

Al rato, cuando dejé de llorar y sentí que tenía el alma más tranquila, decidí confesarle algo. No le pertenecía en absoluto, pero quería compartirle o explicarle, o tal vez brindarle algunos elementos para que entendiera el mar de sentimientos que estaba transcurriendo en ese momento.

Resulta que algunos días después de su retirada, una tardecita de julio invité a matear a una amiga de la organización que militabamos. Hacía un largo tiempo que no nos veíamos y quería compartir un rato con ella, contarle que me había enamorado y también que estaba sufriendo su ausencia. Sentadas en el living, armó unos porros, pusimos facturas en la mesa y mate para compartir. Al rato sonó, de manera insistiente, el timbre. Enojada me levanté del sillón para preguntar quién estaba buscándome. No esperaba a nadie.

Tocando el timbre estaba el chabón que ví por última vez aquella tarde en que nos cruzamos con el italiano en la puerta del edificio. Como además era conocido de mi amiga lo invité a pasar.

Fumamos las tucas que habían quedado hasta que al final de la tarde quedamos únicamente los dos. Estaba muy fría la calle en ese invierno y a las seis de la tarde todas estábamos rajando en nuestro hogar. Estabamos distantes. Él en una punta, apoyado sobre la ventana del living de casa, yo en el extremo opuesto sentada encima de un desayunador que hacía también de mesa en ese departamento.

Después de un profundo y aletargado silencio, me preguntó si todavía pensaba en el italiano. A mí me temblaba hasta el mentón, había esperado a mi amiga toda la tarde para poder quitarme de encima algunas tristezas y hablar de todo eso que estaba atravezando, pero me vi interrumpida por la visita del pibe. A él no iba a contarle lo que me estaba pasando. No podía decirle que lo extrañaba más que a nada en el mundo, así que opté por hacer silencio.

Se acercó lentamente hacia mí, me agarró de la nuca y me giró completamente el cuerpo.

Con el ombligo apoyado sobre el desayunador me bajó bruscamente el pantalón. Me escupió la oreja y metió su lengua hasta tocarme el timpano. Dijo que no tenía sentido extrañar a alguien que se había ido y que ahí estaba presente un verdadero hombre. Se apoyó sobre mí con la pija dura y me quitó la bombacha mientras me pellizcaba fuerte las tetas. Bajó mi cabeza y me puso en cuatro. Escupió sobre la punta de su pija y sin preguntarme, me penetró con fuerza. El primer pijazo fue como un puntazo frío. Su pija era enorme y lo sentía porque cada vez que la introducia dentro mío, parecía tocarme los órganos.

Las palabras no me salían. Alcancé únicamente a gritar que no. Despúes no opuse resistencia. Dejé que me violara. En ese momento yo vivía en un semipiso y los vecinos de al lado estaban de vacaciones. Nadie iba a escucharme.

Intenté agarrar mi termo rojo que estaba cerca, y sujetándome las manos bajó mi cabeza otra vez. Sentía como el borde del desayunador me lastimaba la panza cada vez que recibía un pijazo. Al rato me dio vuelta y comenzó a escupirme en la herida. Con una mano me sostenía fuertremente el cuello y con la otra me sujetaba las manos. Me dolian las articulaciones, pero nada se asimilaba al dolor de su saliva chorreando por mis raspones.

Me sentí ultrajada y empecé a llorar a gritos. Junté lo que me quedaba de fuerzas, el enojo y la vergüenza, y arranqué de un tirón su mano sobre las mías. Agarré el termo, y como aquella vez con la cámara digital, le golpíe cerca del ojo con la parte de abajo del termo. Empezó a sangrar y del susto, sacó su pija de adentro mio lastimandome la vagina un poco más.

del cuerpo. Comencé a llorar y a gritar con toda la fuerza. Abrí la puerta y salí a buscar al portero.

Sentía muchísimo dolor en la vagina. Tenía el abdomen inflamado de odio y la respiración alterada. Pensé que recaería y un ataque de pánico me dejaría tirada sobre el suelo, intentando controlar la muerte con la cabeza y haciéndome consciente del dolor sobre mi abdomen.

Internalizar el dolor parecía ser la tarea por la cual había llegado al mundo.

El portero no estaba, así que me escondí en una piecita donde guardaban los artículos de limpieza las porteras del edificio. Me senté el piso helado y entre lampazos me escondí, agarrándome las rodillas con los brazos para ocultar mi cuerpo. Casi no respiraba. Un poco por miedo. Me imaginaba que estaría buscandome por el edificio y si me encontraba estaba absolutamente sola, y por otro lado, creo que aguanté la respiración por asco, porque no podía soportar el olor a sexo que tenía. Un leve aroma a su perfume se paseaba como una brisa por mi pelo. Estaba inmovil. Ni siquiera me anima a recogerme el cabello por miedo a que me encontrara. Entré en shock y creo que me dormí. Me despertó Monica,una de las porteras del turno tarde, a quien le conté lo que había pasado y ella me levantó de los brazos, me llevó al bañito que la inmobiliaria habia acondicionado para uso del personal de limpieza, me limpió los brazos y la herida del abdomen y con un gesto de complicidad me preguntpó si sabía donde era la comisaría décima. Me acompañó y juntas esperamos alredoedor de cinco horas. A ella esas horas se las iban a descontar. Me daba pena porque ella tenpia un hijo el cual muchas veces me produzco asco verlo. Tenía un malformación congenita. Parecía un adulto en cuerpo de un niño de aproximadamente unos 11 años. Pero lo más inquietante de este adulto era su aspecto. Tenía el pelo morocho, una joroba muy prununciada y un lunar en la cara de color violeta que le inflamaba el pomulo derecho y parecía que su ojos se desprendia de su cara. Aparecía por las escaleras, siempre en los rincones oscursos donde la luz no entraba. A veces jugaba con los ascensores y apretaba todos los numeros de departamento, lo cual nos obligaba a esperar mil horas que llegara el ascensor. Su hijo no sabía hablar. Balbuceaba casi todo el tiempo. Y siempre a los gritos.

Va,loré mucho su templaza y compañerismo. Durante el tiempo de espera, me pregunté un par de veces que hacía esa mujer ahí a mi lado. Tal vez eso que estaba haciendo, nos estaba salvando a las dos, pensé.

Cuando nos recibieron sentí una profunda necesidad de llorar. Pero la mujer policia que nos habpia recibido me pedía datos y respuestas rápidas. Parecía estar acostumbrada a este tipo de situaciones, sabpia las preguntas casi de memoria y pocas veces se tomaba un tiempo para teclear. Directamente escribía lo que yo le decía.

Salimos de ahpi desesperanzadas. Ambas en silencio caminamos bajamos caminando el Boulevard Chacabuco. Al llegar, el deforme de su hijo estaba esperándonos en la vereda. Le dijo a la madre algo con la palabra leche. Le acaricié la mano a Monica y me subí a mi departamento. Abrí la puerta y saqué fotos de todo el desastre que había quedado después de la escena. Busqué los ahorros que tenia guardados entre una pila de diarios en una de las bibliotecas de la casa. Allí estaban. Al menos no me robó, pensé.

Fui hasta el baño, abrí la ducha para llenar la bañera. Me saqué suavemente la remera, un poco se me habia pegado la tela a la piel y arrancarla me habia resultado muy doloroso. Tenía que limpiarme las raspaduras porque posiblemente me quedaran marcas, pero podía evitar al menos que se me infectara.

Pensé en llamar a mi vieja, pero no podía siquiera hablar. Me metí a oscuras. Los azulejos eran de color verde oscuro,no veía absolutamente nada y me parecía necesario que así quedara. Si me veía el cuerpo o las marcas lloraría desesperada y no tenía ya más fuerzas.

Supongo que eso de que el tiempo cura las heridas es un poco cierto. Al menos yo podía mostrarle las mías mientras le contaba al italiano lo que había pasado. El lloraba desesperado. Me acordé en ese momento de cuando mi hermano mayor se enteró que me había violado a los quince años. Se tiró sobre el porch de la casa, y empezó a gritar como un niño preguntando por qué me habían tocado, pidiéndome que le desmintiera todo. Aquella vez terminé consolando a mi hermano. Esta vez que no quería que pasara lo mismo. Necesitaba contarlo, sacarlo de encima mío, encontrar contención y aseguarme que nunca más hablaría de nuevo de esto.

Aquella noche nos dormimos muy mal. En parte por la escena anterior y por otra porque sabíamos ambos que era nuesta última noche. No sé cómo fue que nos dormimos. Pero si que al despertar, como arrebatandole las sábanas, le expresé mi enojo. Aunque había pensando muchas noches en que soportaría la situación de despedirlo para siempre, tenpia un dolor muy profundo en el corazón, al que no le cabian palabras. Se levantó en silencio. Puso la pava eléctrica y me dijo que iba a salir un minuto y que necesitaba resolver algunos trámites antes de irse. Ninguno tenía las fuerzas para hacer el amor.

Desde que se fue supe que nunca sanaremos. Lloré mares todas mis mañanas. Fueron tan incontables, como numerosas las batallas que di para levantarme de la cama que me pareció un acto de justicia hacerme cargo de que lo nuestro ya había tenido demasiadas palidas cuando regresó a Argentina a buscarme. Para mi mala suerte, él se quedó a vivir en la misma ciudad que yo, consiguió trabajo como docente de italiano en una prestigiosa institución, se alquiló un departamento en la ciudad y volví a tener noticias de él cuando me escribió en enero que estaba caminando las calles de Buenos aires y que se estaba acordando de mi.

Era enero y el verano estaba siendo. Yo también caminaba por las calles de Palermo. Hacía apenas unas horas que mi vuelo desde Córdoba había llegado y todavía mi habitación del hotel no estaba lista. Pensé en un momento caminar hasta las Fitz Roy, responder su mensaje, o llamarlo para saber específicamente donde estaba y que nos encontraríamos.

Le respondí que yo también estaba en Buenos Aires, que me quedaba tres días en un hotel a modo de vacaciones, y que el lunes salía mi vuelo a México. Pensé por un momento que era mucha la casualidad de encontrarnos casi en la misma situación, en la misma ciudad, a la misma hora, pero calme las ansias pensando en que me vería con otro tipo.

--

--

Agos Baldacci

Comunicación social y social media. Acá escribo mis memorias sobre violaciones, femicidios, homicidios, sexo y amor. Quiero hacer de estas memorias un libro.