Bouwer /20

Agos Baldacci
9 min readJul 29, 2021

Jamás pensé que volvería a Bouwer. Yo salía con un chabón diez años mayor. Nos conocíamos desde hacía años. Él estaba enamorado de mí desde hacía mucho tiempo. En cada cumpleaños me acercaba un libro con una carta escrita y algunos mensajes bonitos. Yo, en cambio, no le respondía siquiera los mensajes de Instagram, mucho menos las cartas. Pero en aquel verano me sentí muy sola y durante los meses de primavera y verano accedí a algunas juntadas con él. A mí me lloraba el alma y me dolía la cabeza de tantas pastillas que tomaba. A él le gustaba la idea de por fin tenerme a solas.

Me instalé en sus hombros cuando pasó lo de mi hermano. Mi madre, mi hermana, mi papá estaban demasiado ocupados como para sostenerme emocionalmente. Él estaba dispuesto a ser mi respaldo pero a costo de que cumpliera con ciertos compromisos que se suponen son parte de una relación. Y no estoy hablando de coger con otras personas o únicamente con él. Sino en aquellos protocolos de mujer que una debe asumir cuando se adscribe a un tipo de vínculo “normal”. A mí no me salía. Y era, en parte, un dolor de cabeza cumplir con sus exigencias cuando apenas podía interpretar las mías.

Él durmió en casa la noche anterior a la primera visita familiar de Bouwer. Apenas pude pegar un ojo, y no lo había despertado porque me desanimaba la idea de pensar que lo único que podía ofrecerle era un llanto de madrugada abrazándome las rodillas. Coger tampoco era una opción, lo consideraba malísimo en la cama.

Salimos temprano para Bouwer. Estaba muy nerviosa y no quise desayunar. En Córdoba hacía 42 grados, era pleno enero y tenía que improvisar un atuendo informal y fresco para una larga jornada. Me encontré en la entrada del penal con mis hermanos y mis padres. Lo despedí al chabón y me puse a hacer la fila para entrar al penal. Me distraje en el tiempo de espera con algunos personajes que estaban ahí. Especialmente unos tres muchachos, dos varones y una mujer. Destilaban clase alta en medio de un montón de cacos que estaban haciendo la fila. Ellos rubios, de rulos suaves y definidos, con chombas de pique tipo Lacoste y mocasines de cuero color suela. Estaban parados, entre ellos se peleaban y discutían, mientras un montón de miradas ajenas se posaban como carachos para comerlos. Yo era una de esas miradas, aunque los observaba más bien con vergüenza ajena y asco. Mientras la fila avanzaba, yo afinaba el oído para poder escuchar su conversación y saber que los traía a ese penal.

El calor se hacía cada vez más difícil de llevar. Cuando estábamos a dos o tres familias de pasar, me doy cuenta que llevaba corpiño con arco y que no me iban a dejar entrar. Miré a mi madre y hermana, y vi sus caras de odio. No podía pedirles ayuda. Les dije que siguieran en la fila y corrí muy fuerte hacia el kiosquito que estaba al fondo de la entrada del penal. Pedí una tijera y el chabón que atendía me respondió que no podía dármela. Le dejé mi celular y mis documentos. Le dije que si no volvía en cinco minutos con la tijera podía encontrarme o quedarse con todo eso. El tipo que atendía me dio el ok. Nunca entendí por qué me dijo que sí. Mi propuesta hacía agua por todos lados. Podía cortarme las venas en dos minutos con las tijeras que me había dado. Y el kiosquero se volvería el principal responsable del hecho. Seguramente en su caratula judicial lo acusarían además de choro por tener mis pertenencias. Supongo que fue mi cara de niña blanca y asustada por un bretel del corpiño la que le dio cierta confianza.

Con tijera en mano corrí muy rápido hasta el único baño que había para mujeres y hombres en la fila de espera del penal. Me había puesto unas zapatillas blancas de suela de plástico que una amiga me había pasado porque le quedaban chicas. A mi también me quedaban chicas, pero me gustaban demasiado y no quería que se las diera a otra persona. Mordiéndome los labios del dolor porque las zapatillas me estaban sacando ampollas, llegué rápidamente al baño del penal. Abrí la puerta y un olor a caca me aturdió la mente. Parecían cuajar en el piso del baño un montón de fluidos. El calor lo hacía aún más insoportable. Los azulejos de las paredes del baño también estaban manchadas de caca. No había espejos, solo algunos mingitorios e inodoros. Todos estaban clausurados. La gente cagaba al borde de los inodoros. Podías girar la cabeza en cualquier dirección que había un montoncito de mierda. Aunque era de esperarse que hubiese un reino de moscas, no había una. Supongo que hasta las moscas quedaban aturdidas del olor. Con suma rapidez, y aguantando las arcadas, saqué los breteles del corpiño por las mangas de la remera y arranqué con la punta de la tijera la costura para sacar los breteles. Los tiré por ahí y salí corriendo al kiosco. Me devolvió las llaves y cuando me estaba por devolver el teléfono, el muy rata me pidió plata. Me apretaba fuerte la muñeca y me miraba fijamente. Saqué del bolsillo unos cien pesos y cuando me dio el teléfono me bajé el pantalón mostrándole la raya del orto.

  • ¡Por cien pesos también me podes chupar el culo, gordo puto!, agité.

Me levanté los pantalones y de nuevo corrí hasta la puerta de ingreso al penal. Las ampollas me ardían profundamente, pero me olvidé de eso cuando encontré a mi hermana y a mi mamá siendo revisadas para entrar. Me revisaron a mi también y pasé al segundo control. Se trataba de un scanner que chequeaba que no llevaras encima ningún elemento de metal.

  • ¡La que la parió!, dije en voz alta mientras me agarraba el bolsillo del jean.

Tenía las llaves de mi departamento y ninguna posibilidad de correr nuevamente hacia el kiosquito a pedir que me hicieran el favor de cuidarme las llaves hasta que saliera de la cárcel. Se me ocurrió dejarle la llave a la milica que estaba a mi lado. La poco simpática me hizo entender que no tendría forma de recuperarla. Ella no se iba a acordar de mí después de pasar por ese scanner. Me calmaba pensar que al volver a Córdoba podía tramitar una llave con el cerrajero de la esquina de casa, que un par de meses atrás me había hecho una llave después de que la mía se partiera al caer del ascensor una noche que estaba en pedo en una cita con una mina.

Pasé por el scanner bastante intranquila. Estas dos primeras situaciones me habían matado y todavía quedaba mucho de la tarde. Me aprobaron el ingreso a mí, a mi hermana y a mi madre, y nos abrieron las puertas para ingresar al penal. Cuando aquellas puertas se abrieron y me topé a mi izquierda con la capilla tal cual la había visto años antes, el nudo que tenía en la garganta en ese momento pareció aumentar su tamaño y apenas podía respirar. Mi psiquiatra me había recomendado tomar la mitad de un diazepam que funcionaba como miorrelajante para esos momentos. Desesperada busqué en los bolsillos del jean con la esperanza un poco ilusoria de tener dando vueltas algún pedacito. No tenía nada, pero mientras íbamos avanzando yo seguía buceando en los bolsillos del pantalón alguna solución.

Me acuerdo que al entrar a los módulos nos pidieron hacer filas para otro control. A diferencia de aquella primera vez que había pisado el penal, ahora a los familiares los revisaban de manera más automatizada. Hacíamos filas separadas entre hombres y mujeres. Yo estaba entre medio de mi madre y otra mujer con la que intercambié varios diálogos, incluso nuestros calzados. La mujer tenía puestas unas ojotas con tiritas de tela. Aunque el negociado resultaba injusto y desigual, yo quería cambiárselas por mis zapatillas, ya que no soportaba el dolor en los dedos. Mi madre y mi hermana al escucharme se despanzaron de la risa por la ocurrencia.

Pasamos por el cuartito. Yo ya tenía puestas aquellas ojotas con tiritas de tela que había cambiado. Únicamente tuve que desnudarme. Cuando salimos de esos cuartitos nos dirigimos por un pasillo. No había nadie, ni los milicos, ni los familiares. Desorientadas las tres nos miramos. Automáticamente se me vinieron los recuerdos medios olvidados que tenía de mi primera visita a Bouwer y recordé que aquellos pasillos de techos altos llevaban a dos lugares posibles: la cárcel de máxima seguridad y un sector de visitas vip. Fuimos por el segundo.

Era un paisaje de mesas familiares, con manteles a cuadros y Coca Cola. No parecía absolutamente nada a lo que había sido mi primera visita, y a su vez nosotros no nos parecíamos a las familias que estaban ahí. Parecía que todos estaban acostumbrados a ir a visitar a familiares al penal. Los presos eran padres, o hermanos. Hablaban poco y comían mucho. Miraban todo el tiempo a las hamacas, como intentando evadir el encuentro familiar. Me asombraba eso, la poca importancia o valor que le entregaban al momento familiar.

Mientras observaba todo ese escenario, tomábamos agua de un bidón de plástico que nos habían dejado pasar. Mi vieja había ingresado al penal con unas empanadas que al final fueron secuestradas por las milicas que estaban en el ingreso de los módulos. Nos comíamos las uñas del hambre.

Al rato cayó un chabón que parecía haberse hecho amiguito de mi hermano en el penal. No me acuerdo como se llamaba pero supe al escucharlo que estaba preso ahí desde hacía unos años por participar del asesinato de un hincha de solo veintidós años que había sido arrojado desde la tribuna del estadio Mario Alberto Kempes en un clásico partido entre Belgrano y Talleres. Me acordé del caso apenas lo nombró. Las imágenes del pibe que estaba siendo arrojado salieron en la tele y en las redes sociales. Algunos periodistas habían sacado fotos al momento en que sucedía el enfrentamiento en el sector de la barra de Belgrano, momento previo a que fuese arrojado el pibe.

El tipo no paraba de hablar. Quería hacer sociales con toda mi familia, incluida a mi que llevaba una cara de orto impresionante. Estaba ahogada desde las primeras horas de la mañana, molesta porque tenía hambre y estaba rodeada de hombres que alardeaban a viva voz el caso por el que estaban ahí y lo dura que era sobrellevar la vida mientras comían lomitos y tomaban Coca Cola.

Fueron varios los intentos de su parte por sacarme charla. Las primeras veces lo ignoré, en otro intento lo rechacé. En el último, que fue mientras me fumaba un pucho en las hamacas del penal y observaba cómo caía la tarde, le dije que si quería le hacía un pete.

Estaba harta de escucharlo hablar y hablar. Lo cité en la puerta de atrás del baño de mujeres. Volví a la mesa familiar. Conversé dos palabras y dije que me sentía descompuesta y que me retiraba al baño. Estaba ahí esperándome. Como le había prometido le bajé el pantalón y empecé a morderle la pija por encima del calzoncillo. Bajé suave los bordes de su bóxer y empecé a lamerle los pendejos. Tenía los huevos más grandes y peludos que había visto en mi vida. Todo tenía que ser muy rápido porque no quería que nadie sospechara de lo que estaba haciendo. Además, no nos quedaba mucho tiempo para que terminara la visita.

Mientras saboreaba el sabor salitroso de la punta de su pija, que parecía no estar muy limpia o guardar algunos restos de meo, escuché la voz de mi hermana que estaba buscándome por el pasillo que llevaba al baño. Me asusté. Había dicho a mi familia que me va a cagar al baño porque estaba descompuesta. Asique me bajé rápidamente la bombacha y mientras tenía al frente al otro sujeto con la pija parada, empecé a cagar. Haciendo una extrema fuerza dije como con la garganta media cerrada que todavía estaba cagando y que no me sentía bien.

  • Bueno, pero no te quedes tanto que ya nos estamos por ir, me dijo atrás de la puerta.

Mientras veía que el tipo se le ponía más dura al verme cagar, busqué una excusa para sacarla a mi hermana de ahí. Se me ocurrió pedirle más papel higiénico.

  • Dale, ahora vuelvo, me dijo.

Con el culo en el inodoro le subí el pantalón al chabón y le hice seña que rajara. El tipo salió con la pija toda dura y agarrándose los huevos como acomodándolos en el pantalón. Al rato cayó mi hermana. Yo estaba sentada en un inodoro que tenía los bordes mojados de pis viejo. Al frente tenía una puerta llena de bosta en la que se veía escrito con fibrón negro “acá el diablo nunca duerme”.

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Agos Baldacci

Comunicación social y social media. Acá escribo mis memorias sobre violaciones, femicidios, homicidios, sexo y amor. Quiero hacer de estas memorias un libro.